
Tuve la ocasión de visitar el museo del Louvre hace ya doce años. Y he de decir que hubo dos obras que me decepcionaron enormemente y no me transmitieron absolutamente nada. Y qué decir tiene que tampoco me provocaron el síndrome de Stendhal.

Y después de pasear un buen rato por unas salas y por otras, empapándote del arte de todo el mundo; se llega a la sala de Leonardo Da Vinci. Un montón de gente se agolpa alrededor de un minicuadro (sí, La Gioconda es más bien pequeñaja) en el que todo parece bastante difuminado y que sus ojos para nada te siguen allá donde vayas. Sin embargo, en el momento en que tu mirada vira a la derecha te topas con una auténtica maravilla: La Virgen de la Roca. Obra también de Da Vinci (los lectores de El código Da Vinci sabrán de qué cuadro se trata) y en la que el pintor italiano muestra sus grandes conocimientos sobre las plantas, ya que el suelo que pisan los protagonistas está inundado de las más diversas hierbas, pintadas con una gran meticulosidad. Tanta que parece que se salen del cuadro.
Ah, por cierto, si vais al Louvre, tampoco os deberíais perder La Virgen del Canciller Rolin, de Jan Van Eyck (autor también de El matrimonio Arnolfini). Un cuadrito que casi pasa desapercibido pero que es una ventana a un mundo sin fin de lo detallado que está todo pintado.
Pero a pesar de todos estos cuadros aún no he encontrado ninguna obra de arte que me haya provocado perder la razón. Sólo una ciudad ha estado a punto de volverme loca: Florencia. Me encanta el Renacimiento y esta ciudad... No hay palabras que la puedan definir. Es mejor verla, degustarla, paladearla lentamente. Nada de ir dos días. Más que nada porque uno se puede volver loco con la gran cantidad de obras de arte que hay tanto en los museos como en cada esquina de la ciudad. Para muestra esta escultura que se encuentra al aire libre en la Piazza della Signoria.

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